El Sumerio llevaba colgada del cuello una cámara fotográfica digital bastante pesada y, en la mano, un potente flash Godox de 400 vatios conectado al disparador de la misma. Uno de los bolsillos pectorales de su chaqueta, de inspiración militar, contenía un segundo flash aún más potente y, en este caso, de origen militar auténtico, que empleaba, junto con el primero, para iluminar los edificios. Sus pasos ya no eran muy seguros. Estaba a punto de llegar a lo alto de un intercambiador, sobre una autovía de cuatro carriles. Era el único peatón de los alrededores. Los edificios estaban ciegos. Los cristales de sus ventanas reflejaban y multiplicaban las luces de la ciudad. Miles de lunas brillaban. Todas estaban deformadas. Parecían golpeadas, vapuleadas, agujereadas, tumefactas como la cara de un torturado. Las ventadas de aire caliente de los vehículos, que a esa hora avanzada de la noche eran más bien escasos y que aprovechaban el probable sueño de la policía para sobrepasar la velocidad permitida, le azotaban el costado izquierdo. El Sumerio avanzaba en el sentido de la marcha por la estrecha acera. Debido a la velocidad, el ruido de los motores le llegaba retardado, lo que aumentaba su desorientación y la sensación de haberse aventurado en el interior de un organismo de metal y hormigón que estaba a punto de triturarlo y tragárselo. Como tras un exceso de cafeína, sus sentidos estaban alerta, casi en estado de alarma. Si pisaba un trozo de gravilla, el crujido ascendía de sus tobillos a su cráneo y le producía un desagradable hormigueo a lo largo de la columna vertebral, como si en vez de rodar por el suelo, el fragmento de granito se le hubiera incrustado en los huesos. Por ejemplo, en un momento dado, el ruido de la lata de cerveza que golpeó inadvertidamente con el pie le produjo una sensación de perforación.

SUMER (fragmento) Arthur Larrue